domingo, 7 de noviembre de 2010

FRÍGIDA (Cuentos Extraviados - Parte I)

El doctor no esperó más tiempo, sin pensarlo dos veces, y ante la indómita belleza de mujer que tenía al frente, le quitó la ropa. La mujer ni se inmutó, seguía fría como un témpano de hielo – tal vez por los nervios, imaginó él.
Le bajó las bragas y pudo observar, hipnotizado, una depilación casi perfecta; pudo catar un sabor que nunca antes había sentido en los labios. Saboreó y matizó una sonrisa mezclada con ardor. Le arrancó el pantalón que le cubría unas piernas poderosas, las besó y sintió la suavidad de la porcelana – y la frialdad también. Ella ya estaba descalza, tocó sus pies, los acercó a su nariz y percibió un olor agradable a crema y cuero fino, luego pasó la planta del pie por su rostro, como si fuera seda, hasta llegar a su boca, lamiendo delicadamente cada centímetro de esos bellos pies.
Aún no salía de su asombro, dio vuelta a esa musa endemoniada que tenía al frente y quedó eternamente seducido por unas nalgas esperanzadoras. Todo lo que el doctor había esperado de una dama, lo tenía al frente. Era la mujer perfecta para él. Pero él sentía que esa admiración, endiosamiento y pasión no le era correspondido. Sentía un ambiente frío y tenso. Pero aún así siguió adelante.

No sabía su nombre, pero desde que la vio llegar sintió que era la mujer de su vida. No tenía la menor idea esposa de quien había sido antes, tampoco le interesaba si tenía hijos o si ella era hija de alguien. Por lo perfecta de su vagina pudo percibir que no tenía hijos y que era joven. Muy joven.
El doctor no hacía el amor desde hacía 2 semanas, la última vez que lo hizo no pudo eyacular y en medio de la “faena” su miembro no pudo más y cayó desfallecido. Muerto, como un colgajo sin vida. Se sintió fatal. Su hombría se fue en esos minutos que saboreó las mieles del sexo anal. Al que era adicto.
Tenía miedo. No quería volver a pasar por lo mismo. Tenía miedo de no poder demostrarle a la “mujer más bella del mundo” que no era lo suficientemente hombre para ella. Tenía miedo de volver a pasar por lo mismo. Del bolsillo, escondido, dentro de su pantalón sacó una pastilla azul, la tomó y se sintió más hombre. Sintió que podría tumbar el Muro de los Lamentos, en Jerusalén, de un potente pingazo. Ahora estaba listo para hacerla feliz, pero ella seguía imperturbable.

El doctor le lamió cada centímetro de su piel sabor fresita. Sintió adicción por toda esa epidermis. Le besó las axilas y sintió que ya era demasiada adoración. Por un momento se sintió tonto, pero ya había sobrepasado todos los límites, así que decidió seguir adelante.
Ella, la mujer sin pasado y sin futuro, no le dijo nada cuando él introdujo sus pocos centímetros de hombría en su bien depilada vagina “casi perfecta”. Ella, la dama misteriosa, le permitió cumplir todas sus fantasías. Ni si quiera soltó un quejido cuando el doctor, sádico y pervertido, la sodomizó. Él, gozó como nunca y llegó como siempre. Precoz, se dijo entre dientes. Pero la pastilla era buena compañera y de inmediato le proporcionó otra erección. Esta vez, volvió a lamer cada milímetro de esa epidermis gloriosa. Trató de imaginar que nuevas poses hacer para escuchar si quiera un gemido de esa misteriosa mujer sin presente y sin nombre. Pero el doctor era tonto, era un arrecho de campeonato pero no tenía experiencia en el sexo. Era un porno adicto que no aprendió nada en la vida. El doctor era exitoso en su vida profesional, pero un pusilánime sexual.

Ella seguía echada, con la mirada perdida. Él, tratando de satisfacerla la volvió a penetrar, en la misma pose, con la misma cara y babeando como un perro callejero. Ella, ni lo miró. Él estaba desesperado, quería escucharla gritar, ya no importaba si de dolor o de placer. Pasaron los minutos y él seguía moviéndose, sudando, desesperado, arrecho, molesto, excitado. Debe ser frígida pensó.
Y es que en esos minutos que la penetraba sin piedad, pensaba que tal vez no era tan perfecta, y que su defecto era ser insensible al sexo. Maldita suerte la mía –pensó- encuentro a la mujer perfecta pero es más fría que un glaciar.
Pasaron las horas y el tiempo no perdona. Esta vez se dio el lujo de terminar en la cara de ella, le llenó el cabello con su semen inocuo, le llenó los senos con su líquido soso y luego embadurnó el resto por la cara de su impávida amante. Se sintió un actor porno. Se sintió ganador y desdibujó una sonrisa idiota. Él, el nerd de la clase había poseído a la mujer más bella del mundo.

La limpió, se limpió, la vistió y se vistió. Le dio un beso en esos labios sellados y purpúreos. Luego bajó de la camilla e introdujo el cuerpo de ella dentro del congelador. Su turno en la morgue había terminado.