Desperté asustado, de madrugada, aterrorizado. Una pesadilla más de las que suele inundarme en mis largas noches me había jugado una mala pasada. La mujer que me persigue en sueños (leer post anteriores) había regresado. Ya no tenía cuchillos. Ya no tenía pistolas. Ya no me perseguía con su risa guasonesca. Logré percibir en sus pequeñas manos de manicure perfecta, una broca de dentista, con ese sonido perturbador que manda toda mí inocua valentía al carajo.
Desperté exaltado, asustado. Sabía lo que me esperaba. Bye dolor, hola dentista. “Señorito Pedro Castro, adelante”, la pensé dos veces, la pensé tres cuatro, cinco y seis. Saqué mí celular, le hice una seña de espera a la secretaria del Doc y huí despavorido. Me evaporé, huyendo de las brocas ponzoñosas y malsanas y de esos guantes de látex llenos de sangre de encías moradas y asquerosas de pacientes de tufos vomitables.
Salí de mí cuarto, caminé hacia el baño, tomé un poco de agua de caño (cosa que nunca hago a menos que este desesperado). El chorro helado del agua impura me reveló la génesis de mí pesadilla, un estrepitoso dolor de muela (del juicio) había iniciado en plena madrugada. Esos que no dejan dormir. Esos dolores intensos que enloquecen y trastornan y aturden y perturban. Mí última muela del juicio me estaba desquiciando. Oh, doy gracias a Dios por haberme hecho tan hipocondriaco. De mis cajones rescaté varias pastillas para el dolor, desde las más fuertes hasta las más genéricas. Me tomé dos para el dolor, una para la infección y un valium, para resguardar una noche placentera y súper relajada. Drogado me llevo mejor con Morfeo.
Desperté exaltado, asustado. Sabía lo que me esperaba. Bye dolor, hola dentista. “Señorito Pedro Castro, adelante”, la pensé dos veces, la pensé tres cuatro, cinco y seis. Saqué mí celular, le hice una seña de espera a la secretaria del Doc y huí despavorido. Me evaporé, huyendo de las brocas ponzoñosas y malsanas y de esos guantes de látex llenos de sangre de encías moradas y asquerosas de pacientes de tufos vomitables.
Deserté a vivir sin problemas y acepté convivir con mí maldita muela del juicio. Llevamos una semana juntos, conviviendo entre dolores incipientes y cocteles de pastillas para el dolor, la inflamación y una cereza de diazepan. Estamos bien, nos entendemos, hemos llegado a un buen acuerdo. Yo no dejó que la extirpen, y ella no me desquicia la vida, tanto. Ella me deja vivir sin visitas al dentista y yo a cambio la engrío con helados light y vodka tonic. Y me gusta la convivencia. No hay sexo. No hay peleas. Pero hay paz. No hay dolores. Ahí estamos. Hasta que algún día se despierte histérica, malhumorada y volcánica y tenga que extirparla sin más remedio. Lloraré ese día, ya no habrá más cocteles para mí, ni vodka tonic para ella...
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