La última vez que te vi terminé bastante mal. Lejos de casa solo y a las 10 de la mañana. Tú preferiste otro polvo que ofrecían por ahí. Y tú vecina…bla bla bla. Tal vez sean las canciones mismas las que ejemplifican una historia catastrófica, un resultado que nunca debió ser así o una vida sumida en caídas, vueltas y más vueltas. Ayer me desperté soñando que hubiera pasado si la última vez que me llamaste, rogándome que te vea, hubiera ido. Me pregunté si esa tarde hubiera sido mejor tragarme mí orgullo tonto e ir tras de ti. Luego me volví a preguntar si hubiera sido mejor vernos, abrazarnos y entender que nadie tenía la culpa de mis arranques tontos de locura o que nadie tenía la culpa de tus arranques tontos y fundados de celos. La última vez que te vi -¿recuerdas?- llevabas un vestido muy corto, de color celeste cielo, unas sandalias perla muy altas, que parecían dos jabones, un hilo dental blanco que hacía juego con tus nalgas muy bien depiladas, agresivas e inolvidables. La última vez que te vi lloraste en silencio porque presagiabas que sería la última vez que haríamos el amor, y que la oficina de tú abuelo serviría como cuarto, y su escritorio como cama y tu cuerpo me dejaría escarbar los recónditos acertijos que lo atravesaban. Ese día no hubo palabras negativas, no existió la palabra NO. Ese día soleado ingresé donde siempre quise, dejándote inmersa en diversas preguntas que por decoro no pienso publicarlas nunca, pero que aún las recuerdo con mucho cariño, con mucho orgullo y sé que no más volviste a sentirte así, porque después de ese día me dijiste que ya no quedaba nada nuevo para nadie más y que yo sería ese todo que se llevó todo. Yo lo sé. Tú lo sabes. Nadie lo sabrá.
No te podría decir que he pensado antes de escribirte esta carta (abierta y pública), porque tú sabes muy bien que no suelo pensar antes de hablar y es por eso los innumerables problemas que bordean mí existir. La última vez que te vi estoy seguro que fue inolvidable y que después apretabas los dedos para no marcar mí número celular. Te lo aseguro porque yo también apretaba los míos, y me mordía las uñas y cerraba mis ojos con apremio y mordía mí almohada con desesperación. Yo te entiendo y te comprendo. ¿Y tú?.
La última vez que te vi no tenía ni la más mínima idea que sería la última, no esperaba desesperarme y hundirme en tus celos. La última vez debió ser la primera de muchas tantas, pero yo no quise volver a verte, a pesar que tus ruegos de mujer señora me lo pedían.
Recuerdo muy bien que la última vez que hablamos –que no es la misma que la última vez que te vi- me soltaste serios adjetivos descalificativos, aún no sé de dónde los sacaste porque seamos francos, tú lenguaje era muy limitado en esa época. Se dice de mí que soy malo, perverso, sin sentimientos, misógino, machista, borracho, fumador empedernido, jugador, amante de las juergas y las orgías, mujeriego, cuasi drogadicto, mentiroso compulsivo, irrespetuoso, confianzudo, desleal, fetichista de mierda, pervertido, sabandija, tramposo, maldito toxicómano, estúpido que te crees superior a todos y no eres nada. Mojón de alcantarilla. Y casi al final de la conversación telefónica, y luego de escuchar tus gritos de histeria e insultos proferidos a velocidades extremas, no entendí si te estabas refiriendo a mí o estabas describiendo a tú papá… (Continuará).